12 feb 2012

La gran herramienta


Era una gélida noche danesa del 7 de diciembre del año del Señor de 1602.
Tycho Brahe se encontraba en la atalaya del castillo Knutstorp que había pertenecido a su familia desde generaciones. Tycho había acondicionado aquella torre, la más alta de la noble mansión, para instalar en ella su observatorio astronómico. Allí pasaba largas noches de vigilia, en las que la vista del firmamento era diáfana, obsesionado por el absorbente misterio de la infinitud del cosmos. Cuántas veces maldijo las nubes que le impedían ver las estrellas. La claridad de la luna también eclipsaba sus observaciones, pues el fulgor de los astros lejanos desaparecía, pero al menos se consolaba con la contemplación del satélite horadado por múltiples cráteres y conjeturar algunas de sus propiedades.
Durante su juventud, un carácter díscolo y pendenciero, que se veía fortalecido por cierta inmunidad adquirida ante las autoridades por su noble cuna, le había acarreado más de un problema. En una de esas frecuentes veleidades, había perdido parte de su nariz batiéndose en el terreno del honor con otro joven matemático, por el mero hecho de que ambos pretendían para sí la supremacía en el manejo de la ciencia de los números.
Para evitar la exposición de la cicatriz que desfiguraba su rostro, se hizo construir una placa de oro y utilizarla a modo de elemento ortopédico. Ese fragmento de metal dorado en su cara, le fue confiriendo con el paso de los años un aspecto más respetable por unos y más temido por otros. No obstante, aunque su carácter todavía seguía dando muestras de esa irritabilidad juvenil, se había ido mitigando dedicado al estudio y a la meditación. La ocupación de sus investigaciones lo alejaba de los frívolos problemas que antaño le parecían relevantes. Ahora casi no salía de su castillo, evitando de ese modo cualquier tentación mundana.
De este modo, la preocupación por su aspecto físico no rivalizaba ni un ápice con sus ansias de conocimientos. La visión del firmamento y esclarecer sus misterios constituían su absoluta prioridad. Por otra parte, su desahogada posición económica le había permitido trabajar, codo con codo, con los mayores genios de la época. Solicitó, entre otros, la presencia del gran astrónomo Johannes Kepler, que acudió solícito a su llamada. Con frecuencia recurría a la ayuda de los más reputados hombres de ciencia, entre los que se encontraban espléndidos calculistas, porque las operaciones con los datos astronómicos se le hacían en exceso arduas, debido a la magnitud de las cantidades con las que trabajaba. Los procedimientos de cálculo existentes eran insuficientes. Cualquier mínimo error provocaba una desviación tal en los resultados finales, que las conclusiones resultaban completamente desvirtuadas, arrojando por la borda horas y horas de prolijo trabajo.
Aquella noche parecía particularmente huraño. Se avecinaba una tormenta y pronto vería interrumpidas sus observaciones. Ensimismado en sus pensamientos, recordó haber oído rumores de que un escocés había inventado un método de cálculo que podría simplificar sus tediosos trabajos. Se decía que aquel hombre realizaba operaciones muy áridas, con mucha rapidez y una gran fiabilidad. En un primer momento, no dio excesivo crédito a la noticia. Podía tratarse de otro excelente calculista, pero él ya tenía consigo a los mejores. Aun así, se dijo que nada perdía con intentar averiguarlo.
Al día siguiente realizó todas las gestiones necesarias para obtener un nombre y una dirección. El sujeto se llamaba John Napier y residía en la antigua ciudad escocesa de Edimburgo. Tycho envió emisarios a buscarlo de inmediato. Mientras aguardaba la llegada de su invitado, fue recabando información sobre aquel caballero. Resultó ser un hombre de noble cuna, aficionado a las matemáticas y según se decía, un poco excéntrico. Dedicado al estudio de los Evangelios, en particular al Libro del Apocalipsis, había predicho a bombo y platillo el fin del mundo para finales del siglo XVII, utilizando algoritmos de su propia invención.
Cuando Tycho se enteró de los trabajos de Napier y de sus pronósticos, más propios de un brujo o un alquimista que de un científico, se arrepintió de su invitación, considerándolo un farsante. Pero era demasiado tarde. Su huésped ya hacía días que había partido de Edimburgo y estaba a punto de llegar.
Una vez que Napier se presentó ante Tycho, este último lo recibió con cierto desdén, pero decidió someter al recién llegado a una prueba, para que el largo viaje no fuese en vano, si bien Tycho era generoso y recompensaría el esfuerzo.
 Introdujo al escocés en una amplia estancia cuyas paredes estaban cubiertas por estanterías repletas de libros. Nadie podía precisar de que material estaba hecho la mesa de Tycho, tal era la cantidad de pergaminos y objetos que ocultaban su superficie de un modo absoluto. En una esquina se veía una maqueta del sistema solar heliocéntrico de Copérnico. El sol era un globo de vidrio que contenía en su interior un soporte para tres velas que, encendidas, iluminaban la gran mesa de estudio del astrónomo. Al fondo, en sendos escritorios más modestos, dos hombres se encontraban trabajando en la realización de los últimos cálculos en los que Tycho había estado enfrascado a raíz de sus últimas observaciones.
Tycho pidió a Napier que calculase el valor de 1,23 elevado a 0,4. Era sabido que esa operación equivalía a obtener la raíz quinta del cuadrado de 1,23. No obstante resultaban desconocidos los algoritmos para obtener raíces de índices primos superiores a tres o, en su defecto, los métodos de aproximación eran tan complicados, que el tiempo invertido en obtener un resultado era desmoralizador. Los calculistas de Tycho utilizaban sistemas de interpolación que no siempre garantizaban resultados satisfactorios por los inevitables márgenes de error en los que incurrían.
Ante la demanda de su anfitrión, Napier, haciendo gala de la flema típicamente británica, abrió cuidadosamente el libro que siempre llevaba consigo. Aquel libro contenía multitud de cifras dispuestas ordenadamente en tablas que él mismo había elaborado. En un papel multiplicó 0’4 por el valor que en sus tablas se asociaba a 1,23 que resultó ser 0,0899. Escribió el valor del producto, 0,03596. Volvió a consultar su libro y buscó esa última cifra que estaba alineada en sus tablas con 1,086. Sin vacilar ni un solo instante, Napier dijo a Tycho que el resultado pedido era 1,086. Tycho quedó sorprendido por la rapidez del cálculo. Napier había resuelto en treinta segundos una operación que sus ayudantes tardarían casi una hora en realizar de forma aproximada. Ante su escepticismo y asombro, hizo señas a los escribientes que se encontraban en la estancia, al objeto de verificar la exactitud del valor que Napier había dado por válido.
Mientras los calculistas procedían a la comprobación, Tycho mostró a Napier su observatorio y le explicó sus trabajos. Al cabo de una hora regresaron a la estancia y los dos ayudantes de Tycho, con los ojos desmesuradamente abiertos, hicieron un gesto de afirmación ante un alborozado astrónomo que veía como sus problemas podrían comenzar a resolverse.
Tycho preguntó a su invitado:
– ¿Habéis hecho ese cálculo con una simple multiplicación y la ayuda de ese libro?
– Así es, señor.– contestó Napier con humildad.
–¡Dios mío! ¿Qué son todas esas cifras maravillosas que contienen esas páginas? – preguntó un entusiasmado Tycho.
– Yo las llamo logaritmos, señor.

Los logaritmos de John Napier no dejaron de utilizarse hasta la aparición de la calculadora electrónica.
La deuda que los matemáticos y todas las ciencias y actividades humanas basadas en el cálculo matemático, tienen con John Napier, es enorme y nunca ha sido suficientemente ponderada.

José Manuel Ramos González
Vigo, 28 de enero de 2012.